Seis preguntas sobre razonamiento probatorio. Una entrevista al Prof. Gonzalo Miranda (por Lucía Fernández Ramírez e Ignacio M. Soba Bracesco)
La imagen de las líneas secantes me resulta sugerente, aunque a veces los medios no solo atraviesan el proceso judicial, sino que pueden llegar a inclinar su curso. Su incidencia no siempre es visible ni lineal, pero hay indicios claros: desde expresiones mediáticas que se filtran en resoluciones judiciales hasta decisiones adoptadas con celeridad inusual tras una cobertura intensa. También lo vemos en los “relatos del caso” que se construyen en la opinión pública y luego condicionan la mirada procesal.
Detectar esta influencia exige una mirada crítica, tanto sobre las motivaciones judiciales como sobre nuestras propias prácticas profesionales. Nadie está completamente inmunizado frente a las lógicas mediáticas, y esa opacidad -esa zona gris entre lo jurídico y lo comunicacional- debe ser iluminada con atención, no negada.
El método ceteris paribus puede ser útil como recurso heurístico, pero tomarlo de forma rígida en contextos judiciales complejos puede llevar a simplificaciones peligrosas. En la práctica, nunca “todo lo demás permanece constante”: los medios, la opinión pública, los tiempos institucionales y las emociones colectivas están en juego. Pretender aislar el factor mediático como si no formara parte del entorno social del proceso penal es ingenuo y desconoce que los operadores jurídicos también están inmersos en ese entorno.
Sin embargo, eso no impide desagregar variables para entender mejor qué influye en una decisión. Justamente, una de las tareas del razonamiento probatorio es distinguir lo que proviene de la prueba de lo que es efecto del contexto o del discurso social. Pero esto debe hacerse con conciencia crítica: cada análisis implica una perspectiva, y esa elección nunca es neutral. No se trata de descartar el ceteris paribus, sino de usarlo con honestidad para iluminar zonas grises, no para borrarlas.
La prueba debería ser ese contrapeso racional frente a los juicios paralelos, pero su eficacia depende de cómo se la utiliza y se argumenta con ella. Si no se explicitan los estándares de valoración ni se justifica por qué una hipótesis es preferible a otra, el discurso mediático puede ganar terreno. Las decisiones sin una argumentación probatoria clara dejan vacíos que se llenan con estigmas, rumores o presiones externas.
Además, los operadores judiciales no están exentos de esas influencias: la presión social, la exposición mediática o el temor a tomar decisiones impopulares debilitan su independencia. Para que la prueba pese realmente, no basta con que esté en el expediente: debe estar en el centro del discurso judicial, sostenida por una práctica argumentativa rigurosa y condiciones institucionales que protejan a quienes deben decidir. Solo así puede cumplir su función garantista y democrática.
Las decisiones sobre medidas de coerción, especialmente la prisión preventiva, presentan una gran tensión probatoria: deben tomarse en etapas tempranas del proceso, con prueba incompleta, pero afectan derechos fundamentales. Esto suele derivar en respuestas automáticas o prejuiciosas, como suponer que todo imputado por un delito grave debe esperar el juicio detenido, invirtiendo de forma preocupante la carga de la justificación.
Ello ocurre con la prueba del elemento material del delito presuntamente cometido (que podrá responder a estándares variables según el momento del proceso en que se presente la petición) pero sin duda uno de los mayores desafíos es probar riesgos procesales como el peligro de fuga o entorpecimiento de la investigación (el periculum libertatis) con criterios claros. Muchas veces se confunde indicio con conjetura, o se recurre a razonamientos circulares por falta de formación específica. Además, persisten prácticas inquisitivas disfrazadas de acusatorias, con decisiones mal fundamentadas, estandarizadas y carentes de análisis probatorio real, lo cual debilita la legitimidad del sistema.
A esto se suma el contexto externo: jueces y fiscales pueden sentirse condicionados por la presión mediática, la opinión pública o sus propias expectativas profesionales. Por eso, además de formación técnica, se necesita coraje institucional y compromiso con los derechos fundamentales. Desde la colección que dirijo, buscamos justamente visibilizar estas tensiones y ofrecer herramientas para un uso más racional y argumentado de las medidas de coerción.
Los procesos judiciales no parten de una neutralidad real: los estereotipos y sesgos estructurales atraviesan tanto la producción como la valoración de la prueba. Esto es particularmente visible en casos de violencia de género, trata o explotación sexual, donde se desconfía de las víctimas por su estilo de vida o vulnerabilidad, mientras se minimiza la responsabilidad de agresores con poder o prestigio. Así, los prejuicios distorsionan la selección y la interpretación de la prueba.
Pero estos sesgos no se limitan al género. También operan con fuerza los prejuicios vinculados a clase, color de piel, territorio o pertenencia étnica. En muchas decisiones se presume peligrosidad en función del cuerpo o del origen social, lo que condiciona desde la detención hasta la valoración de los testimonios. Estos no son errores aislados, sino reflejos de desigualdades estructurales que se reproducen en el ámbito judicial si no se incorporan herramientas de análisis interseccional.
Permítaseme una referencia a la denominada inteligencia artificial que, lejos de resolver este problema, puede agravarlo si se alimenta de decisiones sesgadas sin una revisión crítica. Aunque se presenta como neutral, un algoritmo puede replicar -e incluso consolidar- prácticas discriminatorias si no se cuestionan los datos y los patrones que emplea. Por eso, cualquier incorporación de IA al proceso penal debe partir de una conciencia activa sobre los sesgos humanos y estructurales que pretendemos superar.